Cada uno debemos de sentir de nosotros mismos, no con soberbia, sino con modestia, y,
aun mejor, con humildad, este es el fundamento firme y propio de la buena
educación y de la educación verdadera, para ello se ha de cultivar el alma con
el conocimiento de las cosas, con el saber y con el ejercicio de las virtudes,
y que de otro modo, el hombre no es hombre, sino bestia.
Que las
cosas sagradas se ha de asistir con grande atención y reverencia, pensando que
cuanto allí veamos y oigamos es admirable, divino y sagrado y que excede a
nuestra capacidad, que debemos encomendarnos a Jesucristo, poniendo en Él
nuestra esperanza y confianza.
Que hemos de
ser obedientes a nuestros padres, sirviéndolos, asistiéndolos y haciéndoles
cuanto bien podamos, siéndoles de provecho y ayundándolos, y que también hemos
de amar y respetar a nuestros maestros como a padres, ya que no del cuerpo, del
alma, que es más.
Que se debe
reverencia a los sacerdotes y obediencia a su doctrina, como representantes que
son de los apóstoles y aun del mismo Cristo.
Que se debe
cortesía a los ancianos, quitándoles el sombrero y escucharles con atención
porque en el largo uso de las cosas, adquirieron prudencia.
Que se debe
honrar a los magistrados y obedecerlos en lo que mandaran, porque Dios les
encomendó el cuidado de nosotros.
Que se
escuche, admire y respete a los hombres de ingenio, erudición y bondad,
deseando su bien y apateciendo su amistad y familiaridad, de las que se sigue
mucho provecho para llegar a ser cual ellos.
Claro que
entre los constituidos en dignidad hay muchos hombres indignos, como son
sacerdotes no merecedores de tan grande nombre, magistrados perversos, y
ancianos necios y locos. No son pocos los tales, sin embargo a nuestra edad no
se nos debe permitir establecer diferencias, porque aun carecemos de la
prudencia y del saber necesario para juzgar. Tal juicio ha de dejarse a los
hombres sabios y también a los encargados del gobierno de las dignidades.